Mira que me lo repito: “Jorge, no mires el letrero. No lo mires”. ¿Y qué hago? Pues mirarlo, por supuesto. Faltaría más.
Algunos ya sabréis que, en mi constante lucha contra el colesterol que recorre mis venas, varios días a la semana vuelvo corriendo del trabajo. Buena parte del camino la hago por el Paseo de la Quinta, con el río Arlanzón a mi derecha. Allí hay una serie de letreros que indican la distancia hasta el principio del Paseo.
Pues siempre me digo que no voy a mirar. Y casi siempre (casi, que a veces me hago caso) acabo mirando, aunque sea de reojo, curiosamente cuando faltan 1300 metros. En ese momento, mi subconsciente hace la terrible constatación: “¡Todavía 1300 metros de Paseo, más lo que queda hasta casa!” Y mi yo consciente se apresura a decirle: “¡Cierra el pico!” Pero ya es tarde. No sé a los demás, pero a mí me sienta bastante mal ese momento. Sí, ya sé que puedo llegar y, de hecho, llego hasta casa. Sin embargo, ver ese letrerito me supone un pequeño mazazo psicológico.
Y todo porque, en lugar de centrarme en el objetivo, me centro en el punto en el que estoy en ese momento. Un error que, en una carrera como la mía, no supone más que un pequeño traspiés. Pero en otros contextos puede llevar a serios problemas.
Sin salir del ámbito deportivo, ¿qué ocurriría si, en una carrera larga, por ejemplo, el deportista se centrara en lo cansado que está, todo lo que falta todavía o lo que le ha costado llegar hasta ese punto?
¿Qué ocurriría si en el camino a la santidad, tantos santos se hubieran quedado dándole vueltas a su ristra de pecados en lugar de fijarse en Dios, en seguirle lo mejor posible, en buscar Su voluntad aunque tropezaran una y otra vez?
O mantenemos la mirada en la meta, o nos quedamos por el camino, lamentándonos de lo difícil que es llegar hasta el que se supone era el objetivo. Y el secreto no es otro que avanzar. Pase lo que pase, avanzar.