Este artículo ha sido publicado en el número 67 de la revista Punto de Encuentro, de la Obra Social de Acogida y Desarrollo. El hilo conductor de este número ha sido el de la justicia y el perdón.
Perdón y justicia, dos elementos que se implican
Alrededor del perdón y la justicia suelen darse grandes malentendidos. Particularmente, la idea de que ambos son excluyentes.
Partamos del perdón. Porque nadie dijo nunca que perdonar fuera fácil. Seguro que a Jesús no le resultó sencillo pedirle al Padre que perdonara a los que lo habían torturado, clavado en la cruz y, después de todo eso, continuaban insultándolo.
Puede incluso resultar una tarea titánica en ocasiones. Nuestra mente nos juega malas pasadas y nos vuelve a poner delante lo que tal o cual persona nos hizo. Nos volvemos a sentir como en ese momento, con la misma vulnerabilidad, y no conseguimos avanzar. Puede que incluso lleguemos a necesitar ayuda profesional para lograr liberarnos de estos pensamientos repetitivos. No solemos prestarle la debida atención a la salud mental, a pesar de su importancia.
Sin embargo, el perdón es vital para poder seguir adelante. Y empieza queriendo perdonar. Si queremos perdonar a quien nos ha hecho sufrir, ya hemos dado un paso enorme.
El perdón libera, saca de uno ese apego a la ira y al rencor que, en el fondo de su ser, le irían minando y acabando con él. No nos engañemos, a veces cuesta. A veces incluso dudamos de hasta qué punto hemos dado nuestro perdón de verdad.
Perdonar es querer quitarse el lastre del rencor, que no tiene ninguna utilidad y solo sirve para aplastarnos, y remontar el vuelo del amor incluso a los enemigos.
Un punto importante, muy importante, y sobre el que se suele estar muy equivocado, es que perdonar no significa olvidar. ¿Cómo podría alguien olvidar una traición o cosas peores? ¿Cómo podría olvidarse una infidelidad, por ejemplo? No seamos simplistas, eso no puede ser, sencillamente. Perdonar no es eso. Es mejor aún, y más duro: ser capaz de seguir adelante sabiendo que eso ocurrió. Es desearle lo mejor a quien te hizo daño, por supuesto sin evadir las responsabilidades que pueda tener con la justicia. Y aquí nos encontramos con el punto en el que ambas se unen. Porque recordemos que una cosa es la culpa y otra la pena. El perdón nace del amor, pero el amor también exige la justicia. No hay amor sin justicia, como dijo san Juan Pablo II. De lo contrario, todo daría igual. No importaría ser víctima o verdugo. Es algo que repugna a la conciencia, a lo más profundo que llevamos dentro. Dios es justo. Deseamos justicia, que se restituya el orden roto por tantas manifestaciones del mal que se han dado a lo largo de la historia de la humanidad.
Al igual que el Padre «arroja nuestros pecados a lo hondo del mar» (Miq 7, 19) y no los vuelve a sacar de allí, una vez confesados, esos pecados quedan cubiertos por la misericordia divina. Olvidados, en el sentido de que ya no vamos a estar acusados de ellos ante Él. El Señor ya no los tiene en cuenta, es como si no existieran (cf. Is 43, 25).
Ese es el modelo de nuestra forma de perdonar: una vez que hemos decidido perdonar a alguien, dejar aquello por lo que le perdonamos enterrado, sin utilizarlo como arma arrojadiza.
También tenemos que usar la inteligencia y la prudencia. Por mucho que perdonemos a alguien, quizá sus actos nos estén enseñando una lección del tipo: es mejor que saque a esta persona de mi vida. Si vemos que nos está haciendo daño una y otra vez —no necesariamente físico—, según las circunstancias habrá que discernir cómo actuar. El perdón no excluye la prudencia de alejarnos de esa persona, por seguir con el mismo ejemplo.
Perdonar es tan importante que, además de repetírnoslo unas cuantas veces, Jesús nos dice: «Por tanto, si cuando vas a presentar tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda» (Mt 5, 23-24). Tenemos que reconciliarnos con nuestros hermanos antes de presentarnos ante Dios.
Al igual que el amor, no se trata de sentimientos, sino de decisiones de la voluntad. Decisiones difíciles, pero muy importantes. Si se tratara de sentimientos, sería facilísimo, ni siquiera dependería de nosotros. Pero no es así. Amar y perdonar van unidos de la mano. Decidimos amar incluso al enemigo y perdonar sin límite sin renunciar a la justicia.
Y, así crear un mundo nuevo.