El alma es como un castillo. Sus murallas son las distintas virtudes. Dentro, reina el Rey. Sin embargo, el enemigo, como buen general, estudia detenidamente las murallas. Comprueba su resistencia, su grosor. Estas comprobaciones son las tentaciones. Todavía la muralla no se ha abierto, pero el enemigo lo intenta usando medios sutiles o no tan sutiles, según cada uno.
Es un general muy inteligente. Siempre tratará de abrir brecha por el lugar más débil. No va a perder tiempo por donde está más protegida la muralla. Pero en cuanto se dé cuenta de una debilidad, la tratará de explotar en su beneficio.
Muchas veces, conseguirá abrir un hueco lo suficientemente grande para entrar. Entonces, irá asentándose poco a poco, procurando que no te des cuenta del agujero de la muralla. Su objetivo, el de cualquier invasor: ser él el que gobierne.
Evidentemente, las líneas de acción son dos:
Una vez que ha entrado, hay que expulsarle lo antes posible y volver a cerrar ese hueco.
Es necesario reforzar las defensas, especialmente en los puntos débiles, que hay que conocer.
Lo primero, lo logramos mediante la Confesión.
Lo segundo nos lleva a hacer frecuentes exámenes de conciencia para evaluar nuestros puntos débiles; a hacer sacrificio, oración y limosna, ejercicios espirituales, etc. para reforzar las murallas. A aprender a no dialogar con el enemigo, sino a hacer siempre lo opuesto de lo que nos proponga. Si se le planta cara con valor, tiende a huír.
(Nota: este texto lo he basado en las reglas de discernimiento de primera semana de San Ignacio de Loyola números 12, 13 y 14).