En el Evangelio se nos cuenta cómo santo Tomás, cuando los otros apóstoles le dijeron que habían visto al Maestro resucitado, dijo que no creería a menos que metiera sus dedos en las llagas de Jesús. Y recordamos también la respuesta de Jesús: “No seas incrédulo, sino creyente“.
Pero tenemos que darnos cuenta de una cosa que es importante. Jesús no dice que seamos crédulos. Dice que seamos creyentes. Son dos cosas muy diferentes.
El crédulo se cree cualquier cosa sin planteárselo siquiera. Puede creer sin problemas en una pseudoprofecía asociada sin ningún fundamento a un santo obispo irlandés, en ver señales divinas por todas partes, curiosamente siempre a favor de sus propias preferencias, en todo tipo de revelaciones privadas, aunque sean falsas o, como mínimo muy dudosas, etc. En el fondo, es una forma de subjetivismo, que a su vez es una forma de egoísmo. Creo todo lo que se ajuste a lo que quiero creer. La creencia empieza y termina en mí, aunque le dé un barniz religioso.
El creyente, en cambio, sale de sí mismo. No se basa es ese subjetivismo, sino en la fe, don de Dios que él decide abrazar. Cree en Dios y a Dios, cree en la Iglesia y a la Iglesia. No se fía tanto de sus propios discernimientos como de los de la Iglesia y sus pastores legítimos. A Tomás, Jesús le enseñó que tenía que fiarse de los demás apóstoles, que le decían lo que habían visto, y de Él, que dijo que resucitaría. De alguna forma, le dijo: “Sé creyente. Pero no seas crédulo.”
De hecho, haciendo memoria, nos damos cuenta también de esa advertencia contra el ser crédulos en Lc 21, 8: “Él dijo: “Mirad, no os dejéis engañar. Porque vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo: “Yo soy” y “el tiempo está cerca”. No les sigáis.“.
Que el Señor todopoderoso, Sabiduría infinita, nos afiance en la fe.