Te voy a contar una anécdota que nos ha ocurrido hace nada en casa. El protagonista es mi hijo mayor, de siete años. Un pequeño torbellino con un corazón de oro que me ha hecho desear ser un poco más como él. Al menos un poquito.
Un acuario en casa
Casi toda la vida he tenido acuario. Empecé de niño en casa de mis padres. A ver, yo quería un perro. Para ser concretos, un pastor alemán. Pero mis padres y mis hermanos demostraron tener mucho más juicio que yo y me dijeron que, en todo caso, un acuario. No teníamos una casa como para meter un perro. Ahora tampoco.
El caso es que acabamos poniendo un acuario y me gustó la experiencia. Contemplarlo con sus plantas, los peces nadando de un lugar a otro, unos en grupo, otros más solitarios, es relajante. Y, con el tiempo, vas aprendiendo y cogiendo mañas para evitar errores y mejorar tu acuario, tanto por tus peces como por ti mismo.
Uno de los peces que siempre ha habido es un plecostomo. Por cierto, eso es un error. Se hacen enormes y no son adecuados para acuarios pequeños como el mío (de sesenta litros). Están mucho mejor con más agua.
Cuando mi novia (ahora mi mujer) y yo nos casamos, trajimos el acuario con sus peces a nuestro nuevo hogar.
Con el tiempo, los peces fueron muriendo y decidimos no reponerlos para poder empezar de cero con el acuario mejor pensado. El único que quedó fue el plecostomo, que ya estaba enorme.
Ignacio, por tanto, conoció a este pez durante siete años. Le cogió cariño. Cuando murió, le lloró largo y tendido.
Un nuevo comienzo
Sin embargo, fue para él una alegre experiencia montar un acuario desde el principio. Y, sobre todo, el momento cumbre: comprar y poner los peces en el acuario.
Tendrías que haber visto a mis hijos correteando por la tienda. Bueno, el tema es que nos regalaron tres peces pequeñitos, aunque uno más que los otros. Uno por cada hijo. Ignacio decidió que el suyo sería el más pequeño. Le llamó Mini. Disfrutaba viéndolo nadar, incluso se despedía de él cuando se iba a la cama.
Algo va mal
Pero una noche, Ignacio no se separaba del acuario. Algo pasaba. No encontraba a su pez. Estuvimos buscándole. Acabó apareciendo vivo, dentro del filtro. Extraño, porque ya había crecido un poco y, hasta ese momento, no había tenido problemas para no dejarse absorber por el filtro.
Al día siguiente, ocurrió lo mismo. El final te lo puedes imaginar: la tercera vez que Mini desapareció, estaba muerto.
Inocencia sanadora
Las silenciosas lágrimas de mi hijo ante su querido pez muerto me hicieron pensar algo mientras le abrazaba para consolarle. Pensaba que yo no lo sentía. Y que me gustaría sentirlo como él.
Porque me he acostumbrado a que se mueran los peces.
Creo que me entiendes. Hay veces que la sucesión de cosas malas que suceden a nuestro alrededor hacen como que nos anestesiemos, ¿verdad? Como si, a base de exponernos al mal, acabáramos por verlo como algo tan normal que ni siquiera hay que tenerlo en cuenta.
Es ante eso ante lo que una inocencia como la de los niños nos demuestra que cabe la rebelión contra el mal. Que es sano y bueno no aceptar el mal como si tal cosa. Que algo no termina de estar bien en nosotros si no nos rebelamos ante él, aunque solo sea con unas lágrimas. Como las de mi hijo, ante la inevitable muerte de un pez al que había llegado a querer en tan solo unos días.
Como las que no soltamos ante tantas y tantas tragedias.
Recibe más contenido como este en tu correo: