Esto ocurrió cuando mi hijo mayor era pequeño. Estaba jugando con su coche de radiocontrol, todo feliz, en una zona de la acera con tierra, cerca de un parque. En esto que aparece un coche bastante grande, de los caros, que se mete justo en esa zona sin fijarse en que está ahí mi hijo. Por suerte, se apartó a tiempo y no se lo llevaron por delante.
Total, que el coche se para ahí como si nada y se bajan dos personas ya de edad. En un ejercicio de autocensura los llamaré la señora A y el señor C en lugar de lo que tenía pensado poner.
Bueno, te puedes imaginar que no les dije nada bonito. El señor C callaba, como es lógico, mientras la señora A se mantenía toda chula diciendo que ese no era lugar para que jugara un niño y que ni siquiera lo habían pillado.
Con esas palabras, se me quedaron grabadas: Ni siquiera lo hemos pillado.
El señor C descargaba cosas en silencio, obedeciendo supongo que la programación que le había dado la señora A y las llevaba a una casa que estaba cerca.
¿Cómo puede alguien estar tan pagado de sí mismo para, ante el hecho de que casi atropellan a un niño, todavía defender que la acera no es lugar para que juegue, pero sí para que meta el coche para ahorrarse un par de metros de recorrido?
¿Cómo puede ser que haya gente así, que ni siquiera muestre un poquito de arrepentimiento ante algo que ha hecho tan mal?
Pues bienvenidos al género humano. Cuando hacemos algo mal, muchas veces nos dedicamos a justificarnos y a agarrarnos a un clavo ardiendo con tal de no tener que reconocer que la hemos pifiado, que lo hemos hecho rematadamente mal.
Con lo sencillo que habría sido un simple: “perdona, no le habíamos visto. ¿Está bien? Nos vamos enseguida”.
Algo así de simple, reconociendo el error, me habría predispuesto, tanto a mí como a los que estaban cerca, que se pararon a ver qué pasaba, a decir algo como: “bueno, está bien. No tardéis”.
Y ya está.
Pero ¿qué ocurre? Que si hacemos el mal y no lo reconocemos, sino que lo justificamos, va creciendo la bola hasta que se hace enorme.
Una bola que se podría detener desde un principio sin mayor problema.
Solo siendo lo bastante humilde como para dejar atrás el ego y reconocer que a veces el problema somos nosotros, no el de al lado.
La humildad es la clave.
Glorifica a Dios con tu vida.
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