No recuerdo haber visto ninguno en formato físico, pero desde la llegada y popularización del correo electrónico son una auténtica plaga. Sí, me refiero a esos odiosos correos en los que te cuentan cualquier historia delirante y terminan pidiéndote, de mejor o peor manera, que lo reenvíes a todos tus contactos.
Lo verdaderamente increíble es que la gente obedece. Es más, no sólo obedece, sino que se cree a pies juntillas lo que dice ese correo, que ha escrito originariamente alguien que nadie tiene la más remota idea de quién es.
¿Por qué ese acto de fe? Pues, por mal que quede, creo que la respuesta es que no nos gusta pensar. Preferimos que los demás piensen por nosotros. Así que si me ha llegado un correo de alguien a quien conozco, aunque me diga que hay que salvar el ecosistema del monstruo del Lago Ness porque los residuos de los OVNIs que pasan por la zona son altamente contaminantes, voy y me lo creo. Y si me dice que lo reenvíe, yo lo reenvío. Sin más comprobaciones. Porque, seamos sinceros: ¿cuál fue la última vez que te llegó un correo que era obviamente uno de estos correos en cadena y comprobaste que era cierto su contenido? Pues eso. Y eso que hay algunos que parecen más una historia de Dan Brown que algo mínimamente creíble. Da igual, me lo creo y reenvío.
Una curiosa variante a la que no sé qué nombre poner también campa a sus anchas por Facebook (en otras redes sociales, no sé si se dará tanto). El tema es poner una imagen lacrimógena o una imagen piadosa (suelen ser las dos opciones habituales) con un texto en el que se diga algo como “si quieres a Jesús, comparte esto en tu muro”, “el 99% de los que vean esto lo ignorarán, ¿tú también lo vas a hacer o lo vas a compartir?” o algo parecido. ¿Y sabéis qué ocurre? ¡Exacto! Que la gente lo comparte. Eso se llama chantaje emocional. De hecho, me dan ganas de terminar todas las entradas del blog poniendo algo parecido. Seguro que muchos picarían.
De verdad, el amor a Dios no tiene nada que ver con obligar a alguien a compartir algo haciéndole sentir culpable, ni tampoco con compartir una horterada porque si no lo hago me dicen que no amo a Dios. Nada que ver. Personalmente, creo que está claro que amo a Dios y a su Iglesia, y puedo dar fe de que no he compartido (y, en lo que de mí dependa, nunca compartiré) ninguna de esas imágenes.
No deberíamos dar credibilidad a todo lo que cae en nuestras manos o en nuestro correo electrónico. Ni siquiera aunque venga de un contacto conocido. Hay que tener una mente un poco crítica. La prudencia, tan denostada por algunos, debería prevalecer. Como mínimo porque, cuando reenviamos un correo, aunque no nos demos cuenta estamos asociando nuestra imagen y todo lo que lleva consigo al contenido de ese correo. Lo mismo cuando compartimos contenidos en las redes sociales o en cualquier medio.
Ahora recordad: si no queréis tener siete años de mala suerte, compartid esta entrada con todos vuestros contactos. 😉