Desde muy niño soy aficionado a la astronomía. Me encanta todo lo relacionado con el universo. Supongo que estará bastante relacionado con mi afición a la ciencia ficción.
Cuando miro al cielo estrellado, me sobrecoge la sensación de pequeñez. Observar el espacio tan increíblemente inmenso que se abre ante mis ojos, tan solo intentar imaginar las dimensiones de nuestro querido Sol, llega a dar vértigo. Pensar en los millones de galaxias con sus millones de estrellas, muchas de las cuales enormemente más grandes que el Sol. Todo ese espacio, fluyendo ordenadamente, en un baile cósmico hermoso y brutal. ¡Qué poca cosa soy en comparación con toda la Creación!
Y, sin embargo, cualquier ser humano es más valioso, a ojos de Dios, que todas estas maravillas. A nosotros, y solo a nosotros, nos creó a su imagen y semejanza. Hay huellas de Dios en todas las criaturas, pero únicamente el ser humano es su imagen. ¡Qué grandeza llevamos dentro, y qué poco nos fijamos en ella! Sobre todo, en la de los demás.
En el mismo instante de la concepción, en el que surge un ser humano, ya ese ser humano vale más que un millón de soles. Porque es la imagen del que creó ese millón de soles. Nada de lo que hagamos en nuestra vida podrá nunca rebajar ese valor que tenemos a los ojos de Dios.
¿Somos pequeños? Sí, por supuesto. Y débiles. Pero también increíblemente valiosos y grandes.