«Al ángel de la iglesia de Laodicea escribe: Así habla el Amén, el Testigo fiel y veraz, el Principio de la creación de Dios.
Conozco tu conducta: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca.
Tú dices: «Soy rico; me he enriquecido; nada me falta». Y no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo.
Te aconsejo que me compres oro acrisolado al fuego para que te enriquezcas, vestidos blancos para que te cubras, y no quede al descubierto la vergüenza de tu desnudez, y un colirio para que te des en los ojos y recobres la vista.
Yo a los que amo, los reprendo y corrijo. Sé, pues, ferviente y arrepiéntete.
Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo.
Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi trono, como yo también vencí y me senté con mi Padre en su trono.
El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias.» Ap 3, 14-22.
Nos encontramos ante la última carta del septenario. Posiblemente, de hecho, la más citada, en especial los versículos 15-16: «Conozco tu conducta: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca«. Pero, ¿qué nos quiere decir el Señor en esta carta?
El Señor, una vez más, juzga por las obras. No en vano, recuerda que conoce la conducta de la iglesia de Laodicea. Y le dirige un juicio muy duro, además de peculiar: no eres ni frío ni caliente. Es decir, su caridad se ha quedado estancada. Ni se ha convertido en totalmente egoísta ni tiene una fe ardiente. Está en un cómodo punto intermedio. Y lo más curioso es que ese punto intermedio es juzgado con más dureza que si fuera un enfriamiento mayor de la caridad. ¿Quizá por la posición de comodidad? ¿Porque es más fácil la conversión desde el egoísmo que desde esa comodidad? ¿Porque se ve autosuficiente, sin ninguna necesidad? Seguramente, un poco de todo.
Se trata de una iglesia rica, llena de bienes, que se cree autosuficiente. Pero esos bienes no están acompañados por la caridad. Por eso, el Señor, con cariño, les dice que le compren a Él sus productos: oro (riqueza espiritual), vestidos blancos (pureza, santidad), colirio (para dejar de ser ciega a su situación, para discernir adecuadamente). Eso es lo que hay que conseguir, y no confiar en los bienes que ellos tienen.
Como todo buen padre, a sus hijos los reprende y los corrige. Dios es el mejor Padre, sería absurdo que no lo hiciera. Y aquí lo deja bien claro. Todo esta orientado a que la iglesia de Laodicea se arrepienta y recupere el ardor de su fe.
Pero no obliga. Reprende. Corrige. Pero no fuerza a sus hijos a seguir el camino correcto. Son ellos, somos nosotros, quienes tenemos que reconocer esa llamada y abrir la puerta de par en par. Así, llegaremos a compartir Su trono. El mismo trono de Dios será el nuestro, si le seguimos.
La autosuficiencia es una trampa mortal. Siempre hay que reconocerse necesitado. Siempre la fe tiene que alimentar las obras, y estas ser alimentadas por la fe. El Señor nos muestra el camino, que es Él mismo. Sólo hay que dejarle entrar y confiar en Él y su Providencia. No nos va a abandonar nunca.
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