Para el mundo, la Cuaresma tiene un toque tristón. Sólo hay que ver cómo se contrapone con el Carnaval, que sería una cierta representación de la alegría según el mundo (comida, bebida, desenfreno).
Este año ha quedado aún más claro en el desfile de mi ciudad, en el que pude ver una carroza con un trono satánico seguida por otra con una custodia gigante con una calavera en el centro. Bien a las claras quedó quién es la medida de esa alegría falsa que nos ofrece el mundo.
Ante eso, la Cuaresma parece un período de sufrimiento, de tristeza. Pero no es así. Es un período de preparación para el mayor acontecimiento imaginable. Igual que cuando alguien tiene un examen se prepara, o cuando un atleta va a correr un maratón se entrena, la Cuaresma nos prepara mediante la penitencia, el ayuno y la abstinencia para encontrarnos con la Pasión y la Resurrección de nuestro Señor.
¿Tiene un toque de tristeza? Por supuesto. El Viernes Santo nos encontramos con Cristo muerto, abandonado por sus amigos, traicionado. Pero es que la cosa no acaba ahí. Ese no es el fin. Sólo es un hito, un punto al que había que llegar para que entendiéramos cómo es el amor. El de verdad. Y lo siguiente que celebramos y vivimos es la consecuencia de encontrarse con ese Amor: la Resurrección.
El que dijo que es «la Resurrección y la Vida» no falta a su palabra. Lo es. Las cadenas de la muerte no son nada para Él. Y, por Él, tampoco son cadenas que nos vayan a atar definitivamente.
¿Prepararse para algo así es triste? ¿Es triste entrenar duro para conseguir la victoria en una carrera? No. Lo triste es que ese Misterio, esa bendición, ese encuentro con Dios encarnado pase a mi lado y no me entere porque estaba distraído con otras cosas. Eso sí que es triste.
La Cuaresma, si la vivimos adecuadamente, nos pondrá en sintonía para no estar despistados, para centrar nuestras energías en esos acontecimientos que celebramos y rememoramos en la Semana Santa y que tienen su cúspide en la Pascua de Resurrección.
Os deseo una muy provechosa Cuaresma.