Recuerdo que, ya hace bastante tiempo, en un portal católico, ante una noticia que ahora no sé cuál era, alguien escribía, en un comentario, que «Dios también es un sentimiento«. Firmaba ese comentario alguien que ponía antes de su nombre «P.». Quiero pensar que no se trataba de un sacerdote y que esa letra pe no quiere decir «padre». Porque lo que dejó escrito y defendió es una auténtica barbaridad.
Si Dios fuera un sentimiento tendríamos un verdadero problema. No podríamos confiar en Él. Hoy diría una cosa, pero sin ninguna garantía de que, pasado un tiempo, no fuera a cambiar de opinión. Dado que uno de los atributos de Dios es precisamente ser inmutable, llegamos a un absurdo lógico. Porque los sentimientos son mutables. Muy mutables.
Es curiosa la obsesión con los sentimientos que se tiene en algunos círculos. Como si fueran los sentimientos los que definen la realidad. Como si nos definieran. Como si fueran la verdad. Un ejemplo: leyendo un libro de un autor de Nueva Era me encontré con algo muy socorrido hoy por hoy y que venía a ser lo siguiente «si lo sientes así, hazlo«. ¿Para qué pensar? En este caso se trataba de ayudar a alguien a quien le hacía falta ayuda y él no le había ayudado. Pues la excusa que le daba su «maestro espiritual» era esa básicamente: si no sientes que tienes que ayudar, no ayudes. Genial. Como excusa, buenísima.
Por otra parte, también se tiende a confundir el efecto con la causa. No todo lo que se siente es un sentimiento. Igual que un puñetazo, por mucho que se sienta, no es un sentimiento, el amor tampoco. Y, muchísimo menos, Dios. Por mucho que haya veces que se le sienta.
Los sentimientos son una parte importante del ser humano. Por supuesto. Pero tenemos que aprender a ver de dónde ha salido ese sentimiento concreto y si es conforme a la voluntad de Dios que le haga caso. Hay que darle luz desde la razón y la fe. Es decir, hay que discernir. De lo contrario, iremos dando tumbos al capricho de lo más voluble que llevamos dentro.