Los discípulos no eran las personas más valientes del mundo. Eso es un hecho, y nos sirve como una fuente de ánimo porque Dios no elige necesariamente a los más preparados, sino que es Él el que los prepara para la misión que quiera darles. Eran muy humanos, como nosotros, con nuestras mismas dudas y dificultades.
También es una prueba de la verdad de la fe cristiana, porque esos cobardes, de repente, se lanzaron a predicar a Cristo muerto y resucitado sin preocuparse de que los pudieran matar por su fe. Algo los hizo cambiar. Más que algo, Alguien.
El día de la resurrección, los discípulos se encuentran en una casa, encerrados, por miedo a los judíos (cf. Jn 20, 19-23). Si al Maestro lo han tratado así, ¿qué pueden esperar ellos? Y, de improviso, Jesús se aparece en medio de ellos. Sin necesidad de abrir puertas ni ventanas, el cuerpo glorioso ya no tiene las restricciones de la materia.
Lo primero que les dice es: «Paz a vosotros» (Jn 20, 19). Y, para que se den cuenta de que realmente es Él, les enseña las manos y el costado. Jesús está glorificado, pero no renuncia a su sacrificio. No «arregla» su cuerpo para que desaparezcan las huellas de su crucifixión. Es curioso ver que nosotros somos un poco diferentes. Preferimos renunciar a cualquier huella de sufrimiento. Incluso si ese sufrimiento nos lleva de camino a la gloria. Así, procuramos evitar sacrificios y penitencias que nos pueden ayudar para fortalecer nuestro espíritu. Eso sí, no nos privamos de lo que nos dé placer. Tenemos un poco trastocada la jerarquía de las cosas.
Jesús muestra las heridas que nos trajeron la salvación y los discípulos se llenan de alegría porque por ellas se dan cuenta de que es Él, el Maestro. De que ha resucitado. Paz y alegría, los «síntomas» del encuentro con Cristo.
Pero Jesús no va solo a que lo miren. Tiene una misión para ellos. Igual que el Padre lo ha enviado a Él, Él los envía a ellos. Serán quienes difundan Su mensaje, quienes difundan la fe verdadera, quienes propiciarán que otros se encuentren con Cristo igual que ellos lo hicieron. Y, dentro de esa misión, otra relacionada con ella y mucho más concreta: «a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 23).
¡Qué gran momento! La institución de un sacramento tan hermoso como la Penitencia, en el que el pecador reconoce el mal que ha hecho y se acerca, humilde, a Cristo, asumiendo las consecuencias de sus actos, para que la sobreabundante misericordia del Señor restaure su alma. Nunca se dirán suficientes maravillas sobre este sacramento, tan denostado en ocasiones.
Te invito a acudir a la confesión aunque tus pecados solo sean veniales. Coge costumbre de ir con frecuencia para aumentar la gracia de Dios en ti, para buscar con ahínco la santidad, para que tu alma brille, para coger fuerzas y «cargar las pilas» espirituales.
Sacado de mi libro Meditando el Santo Rosario.
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