«Recordad lo que os dije: “No es el siervo más que su amo”. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra.» Jn 15, 20.
Podemos ver, sin demasiado esfuerzo, cómo ser cristiano es, cada día que pasa, más una actividad de riesgo que un agradable paseo primaveral. No sólo en los países en los que la persecución es cruenta y manifiesta, sino también en los que presumen de democracia y tolerancia. Por lo general, se trata de tolerancia para todo lo que no tenga nada que ver con la Iglesia. Profanaciones, blasfemias, insultos, humillaciones, laicismo impuesto, leyes que atentan contra la misma posibilidad de poder vivir la fe de forma coherente… El mundo nos odia. Es así. Tampoco es ninguna noticia, en realidad. Jesús ya nos avisó de ello. ¿Y sabéis qué? Es una buena señal. Quiere decir que la Iglesia sigue haciendo su papel. Lo preocupante sería lo contrario.
Esa es una tentación muy fuerte: hacerse agradable al mundo. Hacer un cristianismo digerible para todo tipo de estómagos. Asegurarse de que nadie me va a señalar, porque hago gala de un cristianismo admisible por el mundo.
En definitiva, la tentación de abandonar la fe por los halagos. Ahorrarse problemas.
Pero es que nadie dijo que el cristianismo fuera fácil. Más bien al contrario. Jesús nos prometió persecuciones si éramos fieles a su mensaje (Jn 15, 20). No se trata, como parecen pretender algunos legisladores, de una ideología de quita y pon. Si alguien es cristiano, toda su vida, su trabajo, sus relaciones con los demás, se impregnarán de ese cristianismo. Y es una fe exigente. Desde luego, nada que ver con tomar el camino más fácil. Exige una seria responsabilidad. Exige un pensar en los demás incluso más que en sí mismo. Exige no ver a los demás como meros medios para conseguir nuestros fines (placer, dinero, reconocimiento, etc), sino como fines en sí mismos, como iguales. Exige ser capaz de amar incluso al enemigo, incluso al que te persigue, incluso al que le gustaría verte muerto. Exige ver más allá del materialismo, ver al ser humano no como una especie de elemento de una cadena de producción, sino como alguien maravilloso y único por sí mismo. Alguien con un alma que transciende del materialismo en el que algunos la quieren encerrar. Exige distinguir entre el bien y el mal, y llevar esta distinción a las máximas consecuencias. Porque lo que está bien hoy no va a pasar a estar mal mañana, porque son valores absolutos. Y eso lo sabe todo el mundo, aunque algunos no quieran reconocerlo.
Ser cristiano es sinónimo de ser rebeldes (pero con causa), de ir contra corriente, de buscar el bien y de denunciar el mal. Es sinónimo de alegría, incluso en la adversidad. Es sinónimo de ser discriminado, de ser ridiculizado. De ser perseguido, señalado, humillado. Y, también, de estar de lado de la Verdad. De ser hijo de Dios y heredero del Cielo.
Sí, ser cristiano no es fácil. Pero ¡vale la pena!