Preparándose adecuadamente para la muerte

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El viernes, después de ir al Registro de la Propiedad Intelectual a registrar el manuscrito de mi primera novela, decidí acercarme a confesar. Cuando llegué, había una señora por delante de mí. Me senté a su lado, para hacer el examen de conciencia mientras llegaba el sacerdote.

Pasado un rato, esta mujer me preguntó si se iluminaba la lucecilla de al lado del nombre del sacerdote en el confesionario. Había ido pocas veces y quería asegurarse de ir con quien quería ir (que, por cierto, era mi mismo confesor). Seguimos hablando un poco más, y me dijo que si yo tenía más prisa pasara antes que ella, porque ella estaba haciendo una confesión general y la llevaría más tiempo. Añadió, con una sonrisa, que se estaba preparando para cuando llegara su día.

Esto, aparte de agradecido a Dios por esta hija suya tan bien dispuesta a acercarse a Él, me dejó pensativo. ¿Cuántas veces pensamos en serio que, en cualquier momento, podemos morir? ¿Estamos realmente preparados? ¿Estamos viviendo como si fueramos a vivir para siempre o sabiendo que lo que hagamos aquí es lo que nos marcará nuestro destino eterno?

No debemos tener miedo a meditar sobre la muerte. Es más, creo que es un deber que tendemos a dejar abandonado. Si alguien saca el tema, no tarda alguien en llamarle agorero, macabro, y alguna que otra lindeza más. Pero chico, es algo que va a ocurrir. Es más, es un evento bastante importante de nuestra vida, ¿no? Quizá el más importante. ¿Por qué no tratar de afrontarlo adecuadamente?

La meditación sobre la muerte no tiene que llevarnos a la tristeza ni al miedo. En absoluto. Nosotros sabemos de quién nos hemos fiado. Sabemos que Cristo está ahí, que Dios es Amor, que si le buscamos, Él se deja encontrar una y mil veces. Queremos vivir con Él. Queremos vivir en Él. Queremos seguir su Ley, porque es una ley de amor.

¿Miedo al infierno? No nos engañemos, a veces ayuda. Se trata del dolor de atrición. Pero lo mejor sería que, aunque ese fuera un punto de inicio, nuestro amor vaya creciendo hasta que el dolor de nuestros pecados sea de contrición. Es decir, por amor a Dios, por haber ofendido a quien tanto nos ama, no por miedo a las consecuencias de los pecados.

Estamos en Cuaresma. Es un tiempo idóneo para meditar sobre la Pasión del Señor. Fijémonos en su forma de afrontar ese momento cumbre. Cómo vivió en todo momento mostrando al Padre. Y dejemos que todo eso repercuta en nosotros. Saquemos provecho para nuestra alma de la contemplación de los misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. Nuestro Dios nos promete una Resurrección para vivir eternamente junto a Él. ¿Qué mejor oferta puede haber?

¡A por el mundo de la ficción!

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Después de una sucesión que parecía interminable de revisiones, por fin puedo decir que el viernes pasado llevé el manuscrito de mi primera novela al Registro de la Propiedad Intelectual. Ahora, a buscar agente literario y/o editorial…

Ante la renuncia de un gigante

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Mi primera impresión ha sido de incredulidad. “¿Cómo que renuncia? Nada, seguro que alguno de estos expertos en religión de los periódicos la ha vuelto a pifiar.” Luego he leído la noticia en un portal especializado, y ya me he dado cuenta de que era verdad. Benedicto XVI decide renunciar al pontificado.

Me queda una cierta sensación de orfandad, como si un abuelo muy querido me dijera que ya no puede estar conmigo. Por supuesto de sorpresa, porque ni en sueños pensaba que tal cosa fuera a ocurrir. Y de gratitud. De mucha gratitud. Porque ha sido un auténtico gigante hasta el final. Hasta llegar a tener la humildad de pedir perdón por sus defectos y de renunciar al pontificado después de evaluar su estado y ponerlo todo en oración.

Porque eso no lo podemos dudar: Benedicto XVI lo ha orado. Es absurdo compararle con el “aguante” hasta la muerte de Juan Pablo II. A cada uno se le pidió una cosa. A Benedicto XVI el Espíritu le ha dado a entender que, ahora, su papel está en la oración de una forma más retirada. Seguro que le ha costado tomar la decisión. Pero ahí está, con humildad, aceptando los caminos que el Señor le pone delante sin preguntarse “pero ahora, ¿dónde me llevas?”. Ver a un gigante con esa humildad es sobrecogedor.

Ahora empieza el circo mediático. Los que aprovechan para tirar basura a la Iglesia y a Benedicto XVI, las quinielas de cardenales que no suelen acertar casi nunca, los especiales una y otra vez sobre los cónclaves… De paso, unos cuantos también aprovechan para desempolvar pintorescas profecías sobre el fin de los tiempos. Incluso mensajes de una supuesta aparición de la que no voy a hacer publicidad en la que parece ser que la Virgen no consideraría Papa a Juan Pablo I porque duró poco tiempo. Ya ves, para Dios sí fue Papa pero para la Virgen no. Todo porque, con Benedicto XVI, ya no salían las cuentas del número de papas antes del fin. Vaya insensatez. Pensar que hay quienes siguen creyéndoselo a pies juntillas. De todo hay.

Debemos confiar en el Espíritu Santo, que guía la barca de Pedro. Debemos rezar por Benedicto XVI y por el cónclave, para que salga elegido el mejor Papa posible para los tiempos que corren.

Se podría decir mucho y siempre sería poco. Sólo voy a añadir dos cosas más:

¡Gracias, Señor, por el Papa Benedicto XVI!

¡Gracias, Santo Padre, por su pontificado!

Llamamiento del cardenal Newman

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Quiero un laicado no arrogante, no precipitado en el hablar, no aficionado a las discusiones, sino hombres que conozcan su religión, que penetren en ella, que sepan el terreno que pisan, que sepan lo que sostienen y lo que no, que conozcan tan bien su credo que puedan dar razón de él, que sepan bastante historia para poder defenderlo. Quiero un laicado inteligente y bien instruido…Deseo que ampliéis vuestros conocimientos, que cultivéis vuestra razón, que adquiráis perspicacia en las relaciones entre verdad y verdad, que aprendáis a ver las cosas como son, que comprendáis cómo la fe y la razón se compaginan entre sí, cuáles son las bases y principios del catolicismo y dónde radican las principales incoherencias y absurdos de la teoría protestante. No tengo ningún miedo de que os volváis peores católicos por familiarizaros con estos temas, siempre que cultivéis con afecto un vivo sentido de Dios y tengáis bien presente que vuestras almas han de ser juzgadas y salvadas.

Este texto del cardenal Newman (las negritas son mías) hace un llamamiento que es de rabiosa actualidad (añadiendo a la teoría protestante, la liberal, relativista, laicista…). Un laicado que se preocupe por conocer aquello que se supone que cree y se supone que vive. Y digo “se supone” porque no entiendo cómo alguien puede vivir algo que no conoce. Y tampoco entiendo cómo alguien puede hablar de conocer a Dios y no querer entender su fe.

Vivimos en una época de exaltación del sentimentalismo. Por desgracia, eso también se nota en la fe. No son pocos quienes prefieren vivir una fe puramente sentimental, sin ningún tipo de compromiso mental. La Iglesia no quiere eso. Dios no quiere eso. Es un sinsentido. Es renunciar a la razón, que es estable, a favor de algo pasajero como los sentimientos.

¿Por qué tanta gente tiene miedo a razonar la fe? ¿Piensan que la van a perder? ¿Que desaparecerá el misterio? Nada de eso. Mi experiencia indica más bien lo contrario: cuanto más buscas entender la fe, más cuenta te das del misterio ante el que estás y más ganas tienes de conocerlo.

Hay que leer y releer estas palabras del beato cardenal Newman y asumirlas en nuestro interior. Si no somos capaces de razonar la fe, el diálogo con el mundo será imposible.

¿Los niños son unos tiranos?

publicado en: Vida cristiana | 11

Francamente, estoy hasta el gorro de ese tipo de comentarios en los que se pone a los niños a bajar de un burro. Son un clásico: “los niños son unos tiranos”, “te toman el pelo”, “son negociadores”… Hay quienes se empeñan en juzgar a los niños desde su propia visión de adultos. Creen que los niños actúan como ellos y, por tanto, son calculadores, malévolos negociadores que están esperando su oportunidad para sacarte hasta el hígado. ¿O no? ¿No es verdad que vemos las cosas desde nuestra propia subjetividad? Es algo para pensar un poco.

El culmen de la tontería está en las frases que terminan con “que se acostumbra“. Un ejemplo: “si llora no le cojas, que se acostumbra”. Otro más: “no le abraces, que se acostumbra”. Por supuesto, hay variaciones, pero todas iguales en esencia: no podemos hacer nada bueno, por si se acostumbra. No puedo coger a mi hijo del cochecito porque si lo hago se acostumbra. Nadie ha pensado que también sería terrible que se acostumbrara a ir en un cochecito toda la vida, ¿no? Porque dudo mucho que algún niño se haya realmente acostumbrado a ir en brazos toda la vida.

Y ya es la leche cuando esas frases (y sus consejos asociados) te las suelta gente que nunca ha tenido hijos (a eso se le llama la voz de la experiencia) o que les han tenido pero jamás han aplicado los consejos que ahora dan (a eso se le llama la voz de la coherencia).

¿Qué motivo hay para que nos empeñemos en tratar peor a nuestros hijos de lo que trataríamos a un invitado a nuestra casa? Con un niño que se está echando una siesta da igual si hacemos ruido y se despierta (claro, luego nadie dice lo que le cuesta volver a dormir y la mala tarde que pasa). Pero si una visita se echa un rato, andamos con todo el cuidado del mundo. ¿Cómo hemos llegado a este absurdo?

Los niños no son tiranos ni negociadores ni nada de eso. Los niños son exploradores. Unos exploradores natos. Y, como tales, usan todas sus fuerzas para averiguar la configuración del mundo en el que les ha tocado vivir. Ni más, ni menos. Precisamente por eso, los padres tenemos que enseñarles a desenvolverse en ese mundo y marcarles los límites que necesitan en esa exploración. A esa actividad es a lo que llamamos “educar“, y es responsabilidad de todos los padres. No se trata de que quiera ponerte de los nervios, sino que está comprobando si el límite está realmente donde le has dicho. Porque quiere saberlo. Necesita saberlo para crecer con autoestima y confianza.

Un niño necesita ver que sus padres se quieren y que él es querido. ¿Qué imagen de la vida irá creciendo en él si sus padres, en lugar de ayudarle en su descubrimiento del mundo, le tratan como si fuera de segunda, un tirano que está ahí molestando? ¿Qué autoestima puede tener si sus padres, por su propia comodidad, se empeñan en hacerle ver que sus lágrimas, por la noche, no tienen ningún valor para ellos, como indica cierto tristemente famoso método para que los niños no molesten cuando los padres quieren dormir?

Los niños son esponjas. Si los tratas pensando que son tiranos, aprovechados, negociadores, crecerán siéndolo. Pero por tu culpa. Porque tú, como padre, los has hecho así. No es el niño, eres tú el origen del problema.

Nuestro amigo Lázaro duerme

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En mis ratos de adoración tengo la costumbre de llevar, además de la Biblia y un cuaderno para tomar notas, el librito de los Ejercicios Espirituales de san Ignacio de Loyola para ir haciendo, poco a poco, los ejercicios en él propuestos.

El caso es que, las tres semanas pasadas he estado con la contemplación de la resurrección de Lázaro (Jn 11, 1-44). Y me ha sorprendido que, al hacerlo, en lo que más me fijaba no era en ese “Yo soy la Resurrección y la Vida” (Jn 11, 25) que, habitualmente, me estremece. Era otra frase de Jesús que, quizás, hemos dejado algo más olvidada: “Nuestro amigo Lázaro duerme, pero yo voy a despertarlo” (Jn 11, 11).

Tenemos que recordar que el significado de cementerio es, ni más ni menos, dormitorio. Esa es la fe cristiana. Quien cree en Jesús, aunque muera vivirá (cf. Jn 11, 25). Por tanto, sabemos que la muerte no es algo definitivo porque nuestro Dios es el Dios de la vida. Él es la Vida. Con Él, la muerte no es más que un sueño. Un sueño del que Él nos despertará. Sólo Él puede despertarnos del sueño de la muerte para llevarnos a la Vida.

Pero no sólo eso. También Él es el único que nos puede despertar del sueño del pecado a la gracia. Y del sueño de la vida para llevarnos a la Vida. Porque la vida sin Cristo no es vida, es una sombra. Un vacío. Con Él, es plenitud. Es despertar a una vida nueva, en la que todo está bañado de una luz nueva. Es vivir en Él, hasta el punto de poder proclamar, con san Rafael Arnáiz, “sólo Dios“.

Volviendo al estudio

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Bueno, oficialmente ya está decidido: voy a intentar volver a ponerme las pilas con mis estudios de Ciencias Religiosas. Se habían quedado un poco aparcados desde el nacimiento de mi hijo, pero creo que ya puedo ir volviendo al estudio. Eso sí, poco a poco.

No será fácil. Por supuesto, mi familia seguirá siendo lo primero. No les voy a robar tiempo. Está también el trabajo, el nuevo libro que estoy escribiendo… Pero creo necesario continuar en el proceso de entender aquello en lo que creo, que se ha convertido prácticamente en una necesidad para mí. Así que iré sacando tiempo y, si me veo preparado, me presentaré al examen de septiembre. Si no, pues lo dejaré para la siguiente ocasión. Por lo menos, iré estudiando.

Fue pintoresca la manera en la que llegué a estudiar Ciencias Religiosas. En un primer momento me planteé estudiar Filosofía por la UNED, pero no me gustó cómo estaba planificado. No le veía la ventaja a esa forma de estudiar a distancia, tenía que hacer el trabajo del profesor y el mío. Además, le faltaba algo. Precisamente, la parte de la doctrina de la Iglesia. Entonces me enteré de que en Burgos tenemos una muy buena Facultad de Teología. Me informé. Los estudios de Teología eran, sencillamente, impresionantes. Sin embargo, no podía conjugarlos con el trabajo por el horario y porque no era posible hacerlos a distancia. Pero la parte buena era que también estaba el Instituto Superior de Ciencias Religiosas “San Jerónimo”, que sí permitía estudiar a distancia. Y ahí me metí. En ningún momento me he arrepentido de ello. Además, me ha servido para conocer a muy buena gente.

Así que seguiré adelante, al ritmo que pueda. Por supuesto, seguiré leyendo todo lo que caiga en mis manos. No me limito a los estudios para conocer mi fe. Pero es una parte importante, porque es una base muy sólida.

Os animo a que, en la medida en la que podáis, os forméis en la fe. Es una aventura apasionante en la que, a cada paso que das, vislumbras la magnitud de todo lo que te queda por conocer. Y quieres seguir adelante.

La obediencia según San Ignacio de Loyola

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Meditando el Santo Rosario: una guía para vivir los misterios de la fe

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Una de las virtudes en las que más insiste San Ignacio de Loyola es la de la obediencia. En sus reglas “para el sentido verdadero que en la Iglesia militante debemos tener” indica:

Primera regla: “Depuesto todo juicio, debemos tener ánimo aparejado y pronto para obedecer en todo a la vera esposa de Cristo nuestro Señor, que es la nuestra santa madre Iglesia jerárquica.

Decimotercera regla: “Debemos siempre tener, para en todo acertar, que lo blanco que yo veo creer que es negro, si la Iglesia jerárquica así lo determina; creyendo que entre Cristo nuestro Señor, esposo, y la Iglesia, su esposa, es el mismo Espíritu que nos gobierna y rige para la salud de nuestras ánimas. Porque por el mismo Espíritu y Señor nuestro, que dio los diez mandamientos, es regida y gobernada nuestra santa madre Iglesia.

Palabras fuertes, ¿eh? Prácticamente, en la decimotercera regla está dejando caer que, si no obedecemos a la Iglesia es que no creemos realmente en ella. Y hay que obedecer en todo. No vale andar eligiendo: “esto me gusta, obedezco; esto no, no obedezco”. Se obedece a la Iglesia como se obedecería al mismo Cristo, ya que es su mismo Espíritu el que gobierna la Iglesia.

Pero aún hay más, en sus cartas y en las Constituciones. Otras pocas citas:

Para saber presidir a otros y regirlos, es necesario primero salir buen maestro de obedecer.
La llave del cielo es la obediencia, así como la inobediencia lo hizo y hace perder.
Es prudencia verdadera no se fiar de su propia prudencia, y en especial en las cosas propias (donde no son los hombres comúnmente buenos jueces por la pasión).
La vera obediencia no mire a quién se hace, mas por quién se hace, y si se hace por solo nuestro Criador y Señor, el mismo Señor de todos se obedece.

Llave del cielo“, nada menos. Y, al obedecer, hay que hacerlo como si fuera al mismo Cristo. Ahí queda eso. A lo mejor tenemos que hacer un examen de conciencia serio mirando a ver si realmente obedecemos así. Porque sospecho que no es el caso.

Ahora recuerdo a jesuitas como Masiá. ¿Qué parte de todo esto, que el fundador de la Compañía de Jesús nos dejó escrito, no entienden? Porque creo que está muy claro. Pero no sólo es un tema de los jesuitas, aunque resulta más sangrante debido a que el propio Ignacio quería que en la Compañía resaltara de un modo especial la obediencia. Es algo para toda la Iglesia. Las palabras de Ignacio no se quedan sólo en el ambiente jesuítico. Son para todos. Universales. Igual que sus Ejercicios Espirituales.

Si creemos en la Iglesia, como decimos en el Credo, tenemos que creer a la Iglesia. Y creer a la Iglesia implica obedecerla como madre y maestra. Y como esposa de Cristo. Si no, no creemos al propio Cristo, que es su cabeza y la impulsa con su Espíritu.


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¿Y tú? ¿Ya te has convertido?

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Pues la Navidad va de eso. Y muy especialmente para quienes nos hacemos llamar cristianos. ¿Acaso no decimos que Jesús vuelve a nacer en nuestros corazones? No se trata de una ñoñería para quedarnos tranquilos y a gustito, aunque lo parezca si no vamos al fondo. Si leemos el Evangelio vemos que la de Jesús no fue una vida precisamente ñoña ni tranquila. Es una llamada clara a la conversión de los corazones para quitar todo aquello que no permite que Cristo sea el único dueño y señor de nuestras existencias. Y hay que estar avispado, porque esa conversión tiene que darse todos los días de nuestra vida. En cada una de nuestras decisiones, buscar hacer la voluntad de Dios.

Parece que eso tan, en principio, inocente y hasta ñoño si se entiende superficialmente, cobra un cariz un poco más inquietante, ¿verdad? Ya no se trata sólo de cantar unos cuantos villancicos y olvidarnos hasta el próximo año. Resulta que es algo mucho más serio que influye en toda nuestra vida. Pues bien está que recapacitemos sobre ello y, con pleno convencimiento, comencemos la ardua tarea de convertirnos.