Domingo de Ramos

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Ayer celebramos el Domingo de Ramos, la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, a lomos de un borriquillo. Una multitud le aclamaba a su paso.

En esta Semana Santa, ¿nos atreveremos por fin a no quedarnos tan sólo en aclamaciones de boquilla? ¿Nos atreveremos a seguir radical y plenamente a ese Jesús, a ese Rey, que entra en la Ciudad Santa para dar su vida por nosotros? ¿Realmente le reconocemos como nuestro Rey? ¿O nos quedaremos, como tantas veces, al margen, poniendo una vela a Dios y otra al diablo, siguiéndole en todo lo que no nos cueste?

La muerte de Dios

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Artículo publicado en la revista Icono de la editorial Perpetuo Socorro, año 112, número 4, de Abril de 2011, bajo el título “Dios ha muerto”.

La muerte de Dios

Nietzsche es quizás el máximo representante de la idea de la muerte de Dios. Así, afirmó sin ambages, como una noticia alegre y triste a la vez: “Dios ha muerto“. La doctrina de la “muerte de Dios” nos habla de la ruptura con el estado anterior de cosas en el que se hacía caso a las normas divinas y a la moral. Una ausencia absoluta de cualquier ser que pueda, de alguna manera, ser superior al hombre. Aquí encontramos la clave de esta peculiar “teología”: no hay Dios, el único dios es el hombre, que mediante el egoísmo y la violencia deberá ponerse por encima de los demás para llegar a ser el “superhombre”. No hay que extrañarse, al fin y al cabo es algo con una dolorosa lógica. Cuando, en la vida humana, Dios desaparece de la ecuación, ¿acaso no desaparece de la ecuación también toda referencia al Bien y al Mal? ¿Por qué tendría que ser solidario con otra persona, por qué considerarle mi hermano, si no reconozco que tengamos un Padre común? ¿Qué motivo puede haber para que yo me compadezca de otro? ¿Acaso eso no es más que una debilidad heredada del engaño de ese supuesto dios que ahora, cuando el hombre ya ha evolucionado, se descubre plenamente difunto? ¿No soy yo superior a aquel que necesita de mí de alguna manera? ¿Qué me puede detener en mi empeño en preocuparme únicamente de mí utilizando a los demás como me plazca? ¿Por qué no ocupar el puesto que deja vacante ese dios desaparecido?

Pero bueno, reconozcámoslo. Dios murió. Eso es totalmente cierto, murió en la persona de su Hijo. Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre murió. Pero resucitó y nos trajo la esperanza de resucitar algún día también. Los cristianos debemos estar siempre alegres, porque sabemos que nuestro Dios nos ama tan apasionadamente que es capaz de dejarse matar para pagar la deuda que tenemos con Él y quiere que vayamos a Él. Aun así nos da la posibilidad de elegirle o no, pero lo que Él quiere lo demostró en la Cruz. Esa es la mayor prueba de amor que se puede dar. Se trata de un Dios que entrega a su único Hijo para que todos podamos ser hijos suyos. Quien más motivos tendría para ser soberbio, quien realmente es superior a todo, ya que Él lo creó todo, en lugar de tratar de sacar provecho de su criatura o abandonarla a su suerte se abaja a nosotros para elevarnos hasta Él. No fuerza nuestra voluntad, sino que respeta nuestra libertad. Y el amor que Él nos da, nos pide que se lo devolvamos a través del amor a nuestros hermanos, especialmente a los más necesitados.

Nuestro Dios está vivo, y es un Dios de vivos. Y el Dios de la vida, que se entregó a la muerte para traernos la vida, nos dejó un encargo muy importante: que igual que Él se entregó por nosotros, nosotros debemos entregarnos por nuestros hermanos. ¡Qué diferencia entre el endiosamiento de quien quiere matar a Dios y quien se abre al amor divino!

Esta Semana Santa tengámoslo muy presente: Dios se entregó a la muerte por amor a nosotros, y resucitó también por nosotros. Y no de una manera generalista, sino totalmente personalista, recordándonos a cada uno con nombres y apellidos. Que no se nos olvide nunca.

Mírale a los ojos

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Mírale a los ojos. Estudia su expresión. Sonríe. Se le ve lleno de confianza y seguridad. No tiene miedo. Parece un agricultor que está haciendo un descanso después de la siembra.

Se trata del beato Martín Martínez, sacerdote, unos segundos antes de ser fusilado en la Guerra Civil.

Esta foto para mí refleja la actitud de un cristiano ante la muerte. No creo que sea necesario hacer más comentarios, tan sólo preguntarnos cada uno: ¿yo también tendría esa actitud?

Qvo vadis, Societas Iesu?

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Escribo estas líneas con un enorme pesar. Quienes me conocen lo saben. Tengo mucho cariño a la Compañía de Jesús. Recientemente he descubierto la espiritualidad ignaciana y trato de profundizar en ella. Mi director espiritual es jesuita. Conozco la historia de los orígenes de la Compañía, soy consciente de cuántos santos ha dado y espero que siga dando.

Por eso me duele profundamente haber encontrado una página de los jesuitas de México en la que ponen como ejemplo de jesuitas “al límite” a jesuitas heterodoxos, alejados de la doctrina de la Iglesia Católica. Con todo el orgullo del mundo. Esos son algunos de los modelos de jesuitas que proponen. Cuando Ignacio de Loyola y sus compañeros siempre se sujetaron a la autoridad eclesial, viendo en ella la obediencia a la voluntad del Señor, estos elementos buscan la confrontación con lo que algunos llaman “Iglesia tradicional”.

No sólo en esa página, en otras partes más cercanas he leído, por ejemplo, que a Anthony de Mello no se le comprendió bien. Digo yo que si la cabeza de la Iglesia dice que uno de sus miembros se está desviando, a lo mejor es porque ha estudiado el caso y sabe lo que ocurre.

Si la Compañía de Jesús acepta y fomenta todo esto, ese es el motivo de que me pregunte: ¿dónde vas, Compañía de Jesús? Antes atraías, tu número crecía constantemente. Ahora, parte de los tuyos se dejan llevar por las modas, por las políticas. Han abandonado el carisma de San Ignacio. Y, por eso, vas muriendo poco a poco. Porque son esos ejemplos los que más se ven y se recuerdan.

Por supuesto, no puedo decir eso de todos los jesuitas. Sé que los hay muy buenos y muy fieles a la Iglesia y a la Compañía que quiso Ignacio. Los que conozco personalmente, sin ir más lejos, lo son. E, incluso, en esa página hay algunos. Y quiero pensar que son la mayoría. Pero que desde la Curia Jesuita se permita que se ensalcen modelos de jesuitas que, en mi modesta opinión, no tendrían ni que ser sacerdotes, hace que piense que la Compañía se está yendo a pique. A San Ignacio no le temblaría la mano para expulsar a quienes no deberían pertenecer a la Compañía, pero últimamente parece que se permite todo, como si fuera algún tipo de problema expulsar a quien no sigue el camino que debería difundiendo errores en nombre de esta orden.

Dejo esto aquí para intentar que la cosa cambie. Para intentar una llamada al corazón de la Compañía de Jesús y vuelva a poner orden en sus filas. Deseo ardientemente que vuelva a ser como siempre fue, plenamente fiel a la Iglesia y al Papa, y rezo y pido oraciones por ello.

¿Cuándo se es padre?

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El día 19, San José y día del padre, hubo quienes no me felicitaron porque aún no soy padre. Es curioso que, cuando tu hijo todavía no ha nacido, la gente piense que todavía no eres padre. Y eso incluso en personas cristianas de toda la vida. Da la sensación de que esta mentalidad de que lo que no se ve no existe se va pegando a la gente.

Vamos a ver: yo soy padre de mi hijo desde el mismo momento de la concepción. Igual que, desde ese momento, Ana es madre. Eso es así. Es un hecho incontrovertible e indiscutible. ¿Qué es, si no es mi hijo? ¿Qué podría ser que luego, de repente, por algún extraño truco de magia se convirtiera en mi hijo?

Me gustaría que, de una vez por todas, todos, cristianos incluidos, nos demos cuenta de que nuestros hijos son precisamente eso, nuestros hijos, desde que se los concibe. Es absurdo hablar contra el aborto y luego decir que el niño concebido por ti no es tu hijo. Es una contradicción. Y quisiera felicitar (aunque con retraso) a todos los padres a los que no han felicitado porque su hijo todavía no ha nacido.

Los otros males

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Sin embargo, siguiendo con la entrada anterior, de otros males sí que hay culpables, con nombres y apellidos. Y tampoco es Dios precisamente el nombre a mencionar. Por ejemplo, el problema del hambre. Aquí, el nombre y apellidos que hay que poner es, cada uno, los suyos. Y, como ese mal que es el hambre, el de las guerras, las discriminaciones, los asesinatos, las violaciones, la explotación laboral, el suicidio…

En todos esos males, que no son pocos, los nombres y apellidos son de personas concretas. Y tenemos que ser sinceros y, humildemente, ver en qué medida ayudamos a que esos males desaparezcan o a que se perpetúen. ¿Realmente, por ejemplo, con nuestras decisiones intentamos que no haya hambre en el mundo o no nos importa? ¿Nos importa que la sociedad que hemos hecho vaya impulsando al suicidio a quienes no encuentren una forma de escapar del sinsentido del consumismo? ¿Nos importa que el dar más importancia al dinero que a las personas desemboque en todo tipo de injusticias? Y, si decimos que nos importa, ¿por qué muchas veces no hacemos nada?

Esa gente a la que tanto le gustan los eslóganes y atacar a la Iglesia, ¿pueden decir que estén haciendo más que ella por los desfavorecidos del mundo? ¿O más bien, con sus modos de vida, fomentan que haya más desfavorecidos?

Hoy por hoy, no creo que haya absolutamente nadie, ninguna organización ni persona, que tenga más autoridad moral que la Iglesia para hablar sobre las injusticias de este mundo. Si siguiéramos la Doctrina Social de la Iglesia, no me cabe ninguna duda de que nuestra sociedad mejoraría exponencialmente. Pero, claro, eso no da dinero…

¿Por qué Dios permite males como el terremoto de Japón?

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Estaban tardando. Siempre ocurre tras un desastre natural. Unos cuantos voceros lanzando sus andanadas de blasfemias contra Dios por permitir el mal (para ser concreto, en un foro supuestamente literario que abandoné por completo hace ya unos años precisamente por la costumbre de algunos de blasfemar y de otros a aplaudir a los primeros). Lo más curioso es que suele tratarse de gente que dice no creer en Dios. ¿Cómo se puede reprochar algo a alguien que se supone que no existe? ¿Acaso quieren humillar a quienes sí creemos? ¿Quieren que la rabia por lo que ha ocurrido, en lugar de convertirse en algo útil, explote hacia un objetivo ya odiado con anterioridad?

El mal es un misterio. Un doloroso misterio. Poco más se puede decir al respecto, tanto desde el punto de vista teológico como filosófico. Si, acaso, se puede apuntar que el sufrimiento y el desorden entró en el mundo por el pecado, pero eso no reconfortará a los miles de afectados. No se puede dar ninguna explicación más.

Sin embargo, quienes están en sus casas, cómodamente sentados mientras sueltan bilis contra la Iglesia y contra Dios, no suelen (ni quieren) reparar en que los primero que suelen ir siempre a los lugares problemáticos, quienes ayudan a los pueblos a recomponerse, quienes se quedan en los países donde estallan guerras para poder ayudar a los inocentes, son precisamente aquellos contra los que destilan odio. Ahí está Dios. En esas personas que ayudan, aunque sea con sus oraciones. No en quienes los insultan.

Dios no es el responsable del mal. En la propia entrega del Hijo de Dios se puede ver, en cambio, que desde Dios se ilumina el problema del mal de una forma distinta. El mismo Dios, aceptando los mayores males para redimirnos.

¿Se desahogan insultando a los demás? Y, ¿qué tal si se desahogaran resultando útiles por una vez? El odio no resuelve nada. Nunca lo ha hecho y nunca lo hará. Así que, si no quieren ayudar que no ayuden. Pero, al menos, que no molesten.

Dejo aquí el enlace a Caritas Internationalis, para que se puedan ver las líneas de acción de esta organización de la Iglesia. Y pido a todos los que leen este blog que recen por las almas de los fallecidos y por los supervivientes.

No juzguéis si no queréis ser juzgados

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Artículo publicado en la revista Icono de la editorial Perpetuo Socorro, año 112, número 2, de Febrero de 2011, bajo el título “No juzgar”.

No juzguéis si no queréis ser juzgados

¡Cómo nos gusta juzgar a los demás! Tenemos tendencia a creernos superiores a ellos, pero de lo que no solemos darnos cuenta, yo el primero, es de que siempre juzgamos desde nuestra subjetividad, no desde la objetividad. Sólo vemos las cosas desde nuestro particular y estrecho punto de vista y no nos fijamos en la totalidad de cada situación. Y es, como mínimo, arriesgado juzgar a alguien con tan pocos datos. Si desconocemos sus problemas, sus circunstancias, lo que alberga en su corazón, no podemos saber a ciencia cierta el motivo por el que alguien actúa de una determinada manera. Por eso, como el interior del corazón sólo Dios lo conoce, sólo Él está capacitado para juzgar. Pero ¡qué frecuente es dar gratuitamente nuestro juicio sobre todo aquel que nos crucemos! Es típico hablar de los jefes de cada uno como gente que no sabe nada, por ejemplo. Y no caemos en la cuenta de que es imposible conocer a la perfección los detalles de una empresa, y que tampoco los necesitan para la gestión que tienen que realizar. O despotricar sobre una cajera que ha sido un poco seca con nosotros, sin saber que a lo mejor está siendo explotada en su trabajo, que está agotada de las horas extra y no encuentra otra salida que aguantar día sí y día también en ese puesto.

Siempre está ahí ese egocentrismo que hace que nos veamos como medida para los demás. Por eso, son inferiores para nosotros. Necesariamente quien es medido es inferior a quien es la medida. Todos tenemos tendencia a pensar que somos más santos, más listos y hasta más guapos que el vecino. Y, ante esta tendencia, la única cura es la humildad. Pero fijándose en algo sumamente importante: la humildad no implica declararse inútil gratuitamente ni se trata de humillarse pensando que no se sabe hacer nada o que no se tiene ninguna cualidad. Eso es falsa humildad. La auténtica humildad es verse como realmente se es, con sus dones pero también con sus defectos. No podemos (no debemos) quedarnos sólo con una parte. Ni sólo tenemos dones, ni sólo tenemos defectos. El realismo puro y duro es precisamente una buena cura contra el egocentrismo. Porque, reconozcámoslo, no somos tan buenos, tan listos ni tan guapos como nos creemos. En algún momento tenemos que dar el salto y reconocer que, por mucho que nuestras madres nos hayan repetido hasta la saciedad lo maravillosos que somos, quizás no lo seamos tanto. Y que aquellos a quienes juzgamos alegremente también tienen una madre que les asegura lo mismo. Pero podemos sacar una importante lección: cuando una madre habla de esa manera, habla desde el amor. Y cuando una madre corrige a su hijo, también lo hace desde el amor. Quizá la respuesta está, precisamente, en mirar a los demás con los ojos del amor y mirarnos a nosotros mismos con una mirada sincera y humilde. Quizá.

Un sagrario de la vida

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Si un sagrario es el lugar en el que se guarda lo sagrado, tenemos que reconocer un hecho evidente: una mujer embarazada es un sagrario, un sagrario de la vida.

Es difícil pensar en algo superior a esto: una vida totalmente nueva, con una infinidad de posibilidades por delante, totalmente querida por Dios desde la eternidad, confiada a una mujer como lugar donde se la protegerá de todo lo que pudiera dañarla y donde empezará a conocer el amor. La dignidad de la mujer incluye, es más, casi podría decir que se identifica con esa capacidad de recibir lo sagrado, de darle cobijo, de entregarse por amor al amor, de desgastarse por amor. Las mujeres son así, aunque haya feminismos de pacotilla que se dediquen a destrozar la enorme dignidad de la mujer y su capacidad de poner amor en el mundo.

Y si el mundo cambia, tendrá que ser a partir de ellas y de su ejemplo de apertura al amor.

Ya ha comenzado

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Ya ha comenzado. Desde el final de la Eucaristía presidida por el arzobispo de Burgos, Monseñor Francisco Gil Hellín, ayer a las 13 horas, una sucesión ininterrumpida de adoradores acompaña al Santísimo día y noche. Y lo seguirá acompañando todos los días del año, ya de forma perpetua, garantizando que el Señor no se queda solo, que siempre habrá alguien ante Él intercediendo por los demás, reparando los agravios cometidos en esta sociedad, dejándose maravillar por Su compañía. Y garantizando, igualmente, que la iglesia de San José esté abierta continuamente para que, quien busque a Dios a la hora que sea, lo pueda encontrar allí.

Como en todo lo que implica compromiso, el comienzo será relativamente complicado. Todavía hay huecos horarios en los que no hay adoradores apuntados y van a ser asumidos por los propios coordinadores de la adoración. Dicho sea de paso, sin ellos todo esto no habría sido posible. Se han dejado la piel (y, algunos, hasta la salud) para que la adoración perpetua se convirtiera en una realidad. Y, ahora, siguen al pie del cañón.

También es una experiencia bonita ver la generosidad de algunas personas, que ya tienen horas asignadas y, aun así, se acercan a ti a preguntarte qué otras horas están vacías para ir y ayudar. Es algo que contrasta con otras personas que, aunque se hagan pasar por muy religiosos, no han querido saber nada de la adoración perpetua. Ellos conocerán sus motivos, pero desde luego, no se trata de un comportamiento muy cristiano que digamos. Más bien, parece lo contrario.

Como decía, todavía quedan horas libres. Hacen falta adoradores generosos que quieran acompañar al Señor en las horas de madrugada. Dicen que Burgos es una ciudad fría. A ver si el calor del amor del Señor descongela algunos corazones para que esas horas se vayan cubriendo.